lunes, 9 de febrero de 2009

¿Qué pongo en mi testamento?

¡Cuántas veces acuden a nosotros los clientes con esta pregunta! Entonces, hacemos las preguntas necesarias sobre su vecindad foral (los que la tienen saben lo que es; a los demás no les preocupa), su estado civil y la composición de su familia: hijos, ascendientes ... Con esa información, la mayor parte de las veces acabamos contándoles cómo disolver su (habitual) sociedad de gananciales y en qué consisten los famosos tercios de legítima, mejora y libre disposición.

Explicado lo anterior, empiezan las quejas contra el mensajero (nosotros), como si la ley la hubiéramos redactado los abogados. Algunas peticiones del oyente, las más habituales, las expongo a continuación:

- Queja A: Es que a mi cónyuge quiero yo dejarle mucho más que el tercio de libre disposición y el usufructo del tercio de mejora. Fíjate en que los niños son muy pequeños y no saben administrarse. [Lectura alternativa: fíjate en que los niños son muy sinvergüenzas y no saben administrarse.]

- Queja B: ¿Y por qué tengo que dejarle algo a mi cónyuge? Es todo mío y para mis hijos, incluso para mis padres, pero no para mi cónyuge. Y tampoco quiero nada suyo.

- Queja C: Yo quiero dejarle todo a la Sociedad Defensora del Estornino, que para eso me lo he ganado yo. Nada recibí de mis padres y nada quiero dejarles a mis hijos.

Por qué siguen existiendo las legítimas en el Siglo XXI se me escapa. No puede haber una razón de Derecho Natural ya que existen Derechos forales como el navarro en que la libertad de testar es legendaria. Supongo que históricamente el Derecho común pretendía que se conservaran los bienes dentro de la familia, una familia que el Código Civil presumía eternamente feliz y unida pues no existía el divorcio, todos vivían más o menos en el mismo pueblo agrícola siempre y todos contribuían con sus manos al trabajo de la tierra viviendo bajo el mismo y único techo. Era lógico que, fallecido el padre o la madre, el otro cónyuge se quedara en la estadísticamente pobre casa y los bienes pasaran a los hijos en su inmensa mayoría.

Asociada esta filosofía encontramos la tremenda dificultad de desheredar a un legitimario. El Código Civil sólo autoriza la desheredación de los hijos en casos tan sangrantes como haber negado, sin motivo legítimo, los alimentos al padre o ascendiente o haberle maltratado de obra o injuriado gravemente de palabra. No cabe la desheredación “porque sí”, que es lo que el cliente venía a pedirnos, y si a un hijo le privan de la legítima, el pleito está servido.

La solución no es fácil sin deslocalizar al testador y dotarle de una vecindad foral más amable, pero algo podrá hacerse. Recomiendo este (nada sencillo) manual:

- Paso 1: dejar de quejarse y hacer testamento. Si no lo hace, sus objetivos no podrán lograrse ni en todo ni en parte.

- Paso 2: nombrar un albacea-contador-partidor sensato, de confianza, que no tenga conflictos de interés y que pueda llevar a efecto la voluntad del testador. Importante: prorrogar la duración del cargo más allá del año del artículo 904 del Código Civil y remunerar al albacea. Esto último se explica por sí mismo: tiene un trabajo que hacer y una responsabilidad que asumir. Si el testador quiere que el albacea se lo tome en serio, pues ya sabe.

- Paso 3: echarle imaginación y técnica. Hay que acudir a las interesantes instituciones de las reservas hereditarias, los fideicomisos y hasta los testamentos bajo condición, hay que dividir usufructos y nudas propiedades, jugar con las valoraciones de los bienes, dejar hecha en el testamento toda o algo de la partición, “tirar” del reformado segundo párrafo del artículo 1.056 para acabar dejando la empresa familiar al que la trabaja... ¿Por qué no crear una fundación mortis causa? En fin, no nos contratan para que escribamos en el testamento lo típico y dejemos un follón sin resolver el día en que falte el testador.

En conclusión, el objetivo del cliente suele ser (al menos en buena parte) conseguible. Manos a la obra.

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